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Viernes, 17 de Mayo del 2024
| 7:53 am

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“El Viejo Pescador”

Pescador

Nuestra casa se ubicaba exactamente frente a la entrada de la clínica del Hospital John Hopkins, en Baltimore. Vivíamos en el primer piso y alquilábamos el segundo a algunos pacientes de la clínica que vivían fuera y buscaban donde quedarse mientras duraba su tratamiento. Una tarde de verano mientras preparaba la cena, escuché que tocaban a mi puerta. Abrí y vi a un anciano verdaderamente repugnante.

“Es un poco más alto que mi hijo de ocho años”, pensé mientras miraba su cuerpo pequeño y arrugado.

Lo más aterrador era su rostro, deformado a causa de la hinchazón, y las heridas que todavía estaban en carne viva.

Sin embargo, su amable y dulce voz contrastó radicalmente el escenario cuando dijo: “Buenas noches. He venido a ver si usted tiene una habitación disponible tan sólo por una noche. He venido esta mañana desde la costa este para un tratamiento y no hay ningún bus hasta mañana temprano.”

Luego, me comentó que había buscado un cuarto por varias horas pero que no había tenido éxito, pues al parecer nadie tenía habitaciones disponibles.

“Debe ser por mi rostro… sé que se ve horrible, pero mi doctor dice que con algunos tratamientos más…”

Por un momento vacilé en aceptarlo como huésped, pero sus siguientes palabras me convencieron: “Puedo dormir en esta mecedora, aquí afuera, en la entrada. Mi bus sale mañana en la mañana”.

Le dije que le buscaríamos una cama, pero para que descanse en la entrada. Entré y terminé con la cena. Cuando estuvo todo listo le pregunté al anciano si le gustaría cenar.

“No gracias. Tengo suficiente.”

Y levantó una bolsa de papel marrón. Cuando terminé de lavar los platos, salí a la entrada para hablar con él algunos minutos. No era muy difícil darse cuento que este hombre tenía un inmenso corazón viviendo en su pequeño cuerpo. Me dijo que pescaba para mantener a su hija, sus cinco hijos y su esposa, quien había quedado inválida por un problema en la columna. No lo contaba para quejarse; de hecho usaba mucho el “gracias a Dios…”.

Estaba agradecido de no sentir dolor alguno por su enfermedad, que era aparentemente algún tipo de cáncer a la piel. Sobretodo, agradecía mucho a Dios por la fortaleza que le daba para poder seguir adelante. A la hora de acostarnos pusimos para él una tienda en el cuarto de los niños. Cuando me levanté en la mañana, las sábanas estaban perfectamente dobladas y el pequeño hombrecito estaba afuera en la entrada. No quiso tomar desayuno, pero poco antes de que se fuera, y como si pidiese un gran favor, me preguntó, “¿Podría quedarme aquí la próxima vez que reciba el tratamiento? No le incomodaré en lo más mínimo.